Una vez, un gato perturbó mi pequeño letargo anual.
La inestable rama en la que se había refugiado quebró en cuestión de segundos. La rama cayó y golpeó mis costillas, así que tuve tiempo de despertar y contemplar el aparatoso aterrizaje del felino en mi cara.
Me hizo daño, mucho daño.
Lamentablemente, el dolor es una de las pocas sensaciones que tengo el dudoso placer de compartir con los humanos.
Con el rostro ensangrentado a causa de las garras del minino, acerté a verlo a unos metros de mí. La caída no le había afectado. Se mantenía sentado, observándome con frialdad.
Amo a los animales, ¿saben?... Me alimento, inocuamente, de la pureza que desprenden. A cambio, les brindo la calma que necesitan. Ellos pueden verme, oírme y tocarme. No puedo limitar sus sentidos, tal y como hago con las personas. Y me alegro por ello.
Como única excepción a la regla, odio a los gatos. Son altaneros, engreídos, insensibles… Y para colmo, éste había interrumpido el único momento en el que podía olvidarme de mi huraño e incómodo propósito.
Me sorprendió la elegancia con la que reanudó la marcha. Cada paso era firme y delicado. Entonces comprendí por qué la gente adoraba a esos animales. Eran la majestuosidad hecha carne y hueso.
Mi apariencia humana me otorgaba privilegios, pero no me libraba de la sospecha de los mortales. Los gatos, sin embargo, eran bien recibidos en la mayoría de los hogares.
Quise copiar su aspecto inocente a la par que exquisito. Posando mi vista en el felino, sustituí, sin mayor problema, mi piel ilusoriamente joven y pálida por el pelaje negro que el animal portaba. Mis extremidades se convirtieron en cuatro pequeñas pero poderosas patas y mis luctuosos ojos verdes se tornaron fieros y ambarinos.
Así yo, Welly Rule, pude seguir mi rumbo sin ocultarme. Y puesto que tengo forma, nadie me temerá.